Capítulo V
« …a life without meaning, without
drive or focus, without dreams or goals, isn't a life worth living» –Chris
Colfer.
Imaginemos
que tenemos un sueño. Todos hemos tenido uno alguna vez. Yo diría que se puede
tener de distintos tipos; cuando era niña, por ejemplo, tuve uno que
involucraba mi guitarra. Convertirme en una cantante de la que sentirme
orgullosa. Pero, a su vez, un día soñé que el fuego me arrancaba la guitarra de
las manos y la convertía en cenizas. A veces no entiendo hasta qué punto los
sueños son mentira, si a veces encerramos en ellos la realidad u otras los
tomamos como génesis a partir del cual moldearla. Yo diría, más bien, que los
sueños son realidades en susurros y, nuestras acciones, amplificadores.
Regresé
a la plaza con la secreta esperanza de que Lorena estuviera allí y, a su vez,
de que no estuviera. Había cantado junto a la fuente, hacía varios años, para
recaudar fondos para un viaje del colegio o algo así, no lo recordaba. Estaba
absorta en mis pensamientos cuando una mano se posó en mi hombro.
—
Celia,
la misteriosa— Se burló Matías y tomó asiento a mi lado en el banquito— Suena a
título de película. ¿Qué es de tu vida?
—
Estudio
diseño, trabajo en una tienda y planeo heredarla en unos años cuando la dueña
muera porque no creo que tenga a nadie, amigo o familiar, que la aguante tanto
como yo.
—
Si
muere antes de tiempo, creo haber encontrado a mi principal sospechosa.
El tipo
no había cambiado mucho. Alto, musculoso. Sus chistes siempre le hacían más
gracia que a mí. Solía competir con él por las calificaciones, cuando todavía
me importaban esas cosas, pero en el fondo siempre nos habíamos caído bien.
Eran pocos los que entendían la importancia del espacio y del silencio, Matías
era uno de ellos. Me contó sobre su estudio de grabación, allí mismo en el
barrio, entre tal y cual local. Después, nos quedamos mirando la fuente. Una
pareja de ancianos pasaba de la mano, un niño jugaba a la pelota con su papá,
una chica que paseaba al perro se detenía a beber de su botella antes de
retomar el trote.
—
Podrías
pasarte por ahí un día de estos.
—
Ya
no canto.
Hizo una
mueca, como si le hubiera dado un puñetazo en el estómago. Se desprendió un
botón de la camisa, de repente parecía incómodo. Como si se hubiera dado
cuenta, de un momento a otro, que todo este tiempo había estado manteniendo una
conversación con una desconocida.
—
Creo
que deberías pasarte por ahí, Celia.
Se fue y
saqué el celular. Esta vez ofrecí una suma apenas más generosa y uno de los
jugadores legendarios aceptó el desafío, la pantera. Si me preguntaran como lo
hice, no sabría qué contestar. Nos dieron un mes pero a partir de la primera
semana ya podía ver mi progreso, el indicador del usuario con el que competía se
empezaba a colorear de un rosado apenas perceptible a medida que hablábamos. Me
gustaba abrirme en el juego como solía hacerlo con mis canciones, decirle a
otro lo que pensaba del mundo, del techo, de las balanzas y los sueños. De la
tristeza, de la música y de los programas de televisión. Yo no tenía nada que
perder, porque no podía enamorarme, y disfrutaba de poder compartir con
extraños cosas que, hasta el momento, solo le había mencionado a la yo de otras
épocas. La niña que, desde la visita a Lorena, no había vuelto a aparecer.
El
indicador de la pantera pasó del rosa al rojo, del rojo al negro. La pantalla
mostraba que el dinero había sido transferido a mi cuenta y mis ojos se
iluminaron con los carteles de felicitaciones por parte de los demás usuarios
que no podían creer la hazaña. Humedecí mis labios, acepté mi premio con el
pulgar y no tardé en enviar la siguiente oferta. Así, uno a uno, los jugadores
fueron retándome y me hice un lugar en la lista de los campeones. Todavía no
terminaba de entender si lo hacía por ego, por dinero o por el simple hecho de
que necesitaba un consuelo mientras la niña no estuviera a mi lado, cualquier
otra persona que me prestara su tiempo, su amor.
¿Qué es el tiempo? ¿Qué es el
amor? ¿Hasta qué punto podemos controlarlos, medirlos, comprarlos?
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