domingo, 12 de febrero de 2017

Guerra de corazones

Capítulo IV

«Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar » –Felisberto Hernández.

Imaginemos la tristeza. Todos le hemos abierto la puerta alguna vez, a favor o en contra de nuestra voluntad. La dejamos quedarse, acunarnos antes de ir a dormir y besar nuestras mejillas perladas en lágrimas. A veces escapamos de ella, otras la necesitamos. Yo tenía diecisiete años cuando la tristeza tocó mi puerta, llegó como uno de esos trenes en la casa de la abuela; uno los escuchaba aproximarse y dejaba todo lo que se estuviera haciendo para agruparse en familia, con las manos contra el enrejado del jardín, y verlo pasar justo por enfrente. Era un espectáculo. Una caja musical teñida de los colores del atardecer. Pero, a su vez, era como el canto de las ranas y las gotas de lluvia sobre la canaleta. Algo parecido a extrañar lo que nunca se tuvo o negarnos a extrañar lo que ya no se tiene.

    Estaba ocupada, Lorena — Respondí cortante, evadiendo sus ojos preocupados. Me adelanté antes de que tomara la palabra— Sí, tengo algo así como una enfermedad pero no, no voy a morir.

Hacía dos semanas que no aparecía en el colegio, las clases ya estaban por terminar pero mis padres se habían encargado de hablar con el director y explicar la situación para que se me permitiera cursar unos pocos exámenes y graduarme antes de tiempo. Me sentía como una marioneta a la que tironeaban las cuerdas para que siguiera en movimiento, sin mucha consciencia de las cosas que ocurrían a mí alrededor. Lorena había ido a visitarme al hospital cada día y, no importaba cuantas veces me rehusara a dejarla pasar a mi habitación, el conejito fiel volvía y se pasaba las horas haciendo origami en la sala de espera porque había escuchado que a mi me gustaban. O alguna vez me habían gustado. Cuando despertaba de la siesta, mamá me traía un par de figuras deformes de papel y yo las arrojaba a la basura. No sé qué pensaría Lorena que yo haría con ellas.

    ¿Qué fue lo que paso? El director nos pidió que no hiciéramos preguntas pero todos en clase desearíamos poder hacer algo, nos llena de impotencia no saber lo que…

    La única a la que realmente le importa es a ti— Interrumpí y me debatí entre confiarle el diagnóstico o guardármelo, tal y como había prometido hacer con el secreto del accidente— Soy incapaz de amar.

Necesitó unos minutos para procesar la información, creyó que estaba siendo sarcástica. Solía serlo pero ella nunca dudaba de mis palabras, las tomaba literalmente, se escandalizaba y yo soltaba la risa.

    ¿Ni a tus padres?

    Ni a mis padres, no puedo amar a nadie.

    ¿Y eso por qué?

    No lo sé— Mentí— Los doctores no pueden hacer nada, me dieron el alta y me mandaron pasarme por el hospital una vez por mes para probar tratamientos nuevos.

Me abrazó, hice todo lo posible por no empujarla y apartarme. Ella sola se alejó, torpemente, y se frotó los ojos empañados. Las mejillas regordetas se le enrojecieron. No pude evitar sonreír, Lorena lucía hermosa cada vez que lloraba. Una hermosura difícil de explicar, como si de repente la enormidad del concepto de compasión se sintiera asfixiado al ser plasmado tan solo con unas pocas letras en nuestro idioma y decidiera tomar la forma de una persona para ser expresado en toda su extensión. Entonces, con un abrazo de aquellos, no dejaba espacio para dudas o malinterpretaciones. Era la idea de compasión, hecha persona.

Cuando llegué a casa, inicié los trámites para mudarme. No podía seguir allí, en dónde las escenas de la cotidianidad me recordarían diariamente las nuevas ausencias. Cargué la leña de mi padre y apilé los troncos en el patio de atrás. Preparé el combustible, recorrí la distancia que separaba la puerta del fondo con la guitarra en mis brazos y me acordé de unas clases de teología que había recibido en la escuela. La gente hacía sacrificios por fe, yo lo hacía porque la había perdido. 

Deslicé la mano por los laterales del instrumento, las yemas de mis dedos trazaron líneas invisibles en sus curvas, mis uñas se incrustaron en su piel de madera oscura. Antes de acobardarme, hice lo que tenía que hacer y regresé a mi cuarto. No tenía que voltearme para sentir las llamas envolviéndola, escupiendo chispas violáceas al cielo estrellado. Sentía el calor abrasador en mi espalda y un frío que nació en respuesta, recorriendo mi pecho y plantándose en mi alma hasta el día de hoy.


Esa fue la primera noche que hablé con la yo de otra época, la primera vez que escuché su canción. 

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