Capítulo III
«Todo consistía más en cómo
lucían las cosas que en cómo eran. Sea como fuere, lo más importante era
convertirse en algo que tuviera apariencia de algo» –Janne Teller.
Imaginemos
a un televidente. Todos lo hemos sido alguna vez. Hoy en el informativo pasaron
la desaparición de una adolescente en un baile, un tiroteo en una panadería, la
violación de una joven en manos de su padrastro. Ya lo naturalizamos. No nos
cubrimos la boca, horrorizados, ni lloramos hasta que acabe la noticia. Forma parte de una realidad similar a la de
las caricaturas porque, de hecho, esta caricaturizado. De los videojuegos, porque
parece que nuestras decisiones no importaran. Al fin y al cabo, bastaría con reiniciar
el juego o apagar el aparato para separarnos de esa realidad. Lejos de la
nuestra. Nos alejamos de todo, vamos a un lugar seguro.
No había
creado un personaje pero había recorrido la plataforma en modo incógnito por
horas y había sacado algunas conclusiones. En su mayoría, los jugadores tenían
promedios similares y terminaban los plazos con empates sin que ninguno
enamorara al otro salvo ciertas excepciones de aquellos que parecían
invencibles. La pantera, el grito del silencio, la trampa, el guardián del
secreto. El promedio de Lorena era lamentable. Ocho partidas jugadas. Ocho
perdidas.
¿Qué
perdía al intentarlo?
Coloque
una suma de dinero poco tentadora en la balanza, rellené el formulario de la
forma de pago y la información personal necesaria. Iba a leer las bases y
condiciones pero se extendían unas 2.500 páginas, como si rellenaran cientos de
ellas para que las personas no perdieran su tiempo y pasaran por alto las que
realmente importaban. Tuve que tomar una foto de cuerpo entero en la que el
programa se basaría para crear el personaje pero, una vez que pude cambiar
algunos detalles como el pelo y los ojos, hice que luciera tan diferente a mí
como fuera posible, cosa de que nadie pudiera asociarme a él si me vieran en la
calle. Conforme con el resultado final, esperé que me asignaran un jugador que
aceptara la mínima suma que había propuesto.
Malcom.
Una batalla ganada, cinco empatadas. Indicador blanco.
Me
recosté en el sillón deslizando la pantalla hacia abajo para seguir leyendo las
cosas que me escribía, identifiqué la estrategia de inmediato: lograr que su
trágica historia de vida removiera mis entrañas. Algo sobre su divorcio,
situación económica, problemas con sus padres. No estaba funcionando. De hecho,
siquiera creía en las cosas que me contaba, bien podía haber sido la táctica
usada con sus anteriores rivales. Me asqueaba que una persona pudiera inventar
problemas para ganar un par de billetes, que pudiera jugar con los sentimientos
de otros y sacarles provecho. ¿En qué me había metido?
¿Por qué
haces esto? ¿Realmente necesitas el dinero?
Pasó la
semana que se nos había asignado y jamás contesté ninguno de sus mensajes. Al
principio se presentó como un mártir para luego martirizarme. Pronto se volvió insistente y sus últimos mensajes estaban plagados de
insultos y maldiciones porque parecía que jugara él solo, estaba haciéndole
perder el tiempo. Tiempo. ¿No lo estábamos perdiendo todos? ¿Cómo se hace para
no perderlo? Por supuesto, acabó en empate con ambos indicadores en blanco.
El amor
se parece mucho a trabajo en equipo, pensé, pero de cierta forma es también una
competencia.
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