sábado, 25 de febrero de 2017

G.D.C (2da Parte)

Capítulo I

« Estableceré en pocas líneas que Maldoror fue bueno durante sus primeros años en los que vivió feliz; ya está hecho. Advirtió, luego, que había nacido malo: ¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter lo mejor que pudo durante muchos años (…) hasta que, sin poder ya soportar semejante vida, se arrojó resueltamente a la carrera del mal» -I. Ducasse.

La casa consistía en dos torres de tres pisos cada una, unidas por una recepción. Esta daba lugar al comedor, desde donde se extendían las escaleras a los lados. También se podían acceder a las torres por las puertas del patio de atrás pero eso lo supe más tarde, hasta el momento mi atención estaba puesta en la parte frontal con la que nos topamos una vez que el vehículo se detuvo.

Éramos veinte. El creador del juego nos había mandado a buscar a nuestras casas en un transporte contratado y, como la mía fue la última, me limité a tomar asiento en el único lugar disponible junto a la puerta sin poder analizar el resto de los jugadores a mis espaldas. No pude evitar preguntarme si entre ellos habría algún conocido, develar nuestros rostros parecía pesarnos a todos por igual porque nadie hablaba. Cada cual iba centrado en sus respectivas ventanas, como presos a medio camino para ser juzgados por los delitos cometidos.

Al llegar, el rebaño quedó expuesto frente a aquella enorme estructura viendo el vehículo alejarse, hasta que nuestros celulares sonaron y nos apresuramos a leer las próximas instrucciones:

« Pasen y pónganse cómodos. La mesa del comedor está servida para que almuercen juntos y un video estará esperando en la televisión para que lo reproduzcan cuando gusten. Estamos en contacto, el vehículo regresará para llevar a casa a los que quieran».

¿A los que quieran? Decidí dejar de lado la preocupación para analizar los arbustos a ambos lados de la entrada, las paredes de ladrillos pintados de blanco y las tejas azules. Parecía un castillo salido de un cuento de hadas en medio de la nada, a varios kilómetros del resto de la civilización. Me costaba creer que alguien pudiera vivir allí, trataba de no pensar en lo complicado que sería regresar a casa si no pasaban a buscarnos y me pregunté cómo podríamos comunicarnos con el creador si esto ocurría, siendo que ninguno tenía señal. De hecho, ¿cómo había hecho el creador para comunicarse con nosotros? Fruncí el ceño, alguien tamborileó en mi hombro.

    Celia, la misteriosa— Esta vez, la sonrisa no le llegó a los ojos.

    ¿Matías?

Seguimos al grupo que iba reuniéndose alrededor de la mesa del comedor, un espacio más bien íntimo en matices de marrón, y una vez dentro nos invadió el aroma a lavada que probablemente provenía de las ventanas que daban al fondo.

    Parece un juego— Me susurró en el oído, sentándose a mi lado y observando alrededor con sigilo— Uno puede adivinar el nombre de usuario de los veinte, pero no corresponder cada uno con los rostros a los lados de la mesa.

Esperé a que confesara su nombre de usuario pero no lo hizo, así que tampoco le dije el mío. No había sido la única en disfrazar a mi personaje para que no lo relacionaran conmigo. Solté un suspiro, una chica esbelta de nariz respingada se incorporó con los puños apretados a los lados. Demasiado maquillaje, pensé, pero en realidad poco me importaba. Había pollo, ensalada, huevos cocidos. Todos siguieron sus movimientos mientras reproducía el video de la pantalla gigante, nadie probaba bocado. Jugueteé con la servilleta hasta que la pantalla iluminó mis manos.

« Felicidades, jugadores de Guerra de corazones. Me complace anunciar hoy, durante el aniversario de este proyecto, que han llegado a la final. El primer desafío era reunirse aquí y, tal y como prometí, dejé los premios de cada uno en sus respectivas camas. Antes de que vayan a buscarlos, sin embargo, les recomiendo que escuchen el siguiente anuncio…».

Un hombre, unos cinco años mayor que Matías y yo, se retiró hacia las escaleras de la derecha para buscar su premio y largarse. Me planteé hacer lo mismo pero la imagen en pantalla me detuvo, era simplemente el logo del juego pero algo en él me llamaba la atención ahora que lo tenía tan cerca y a gran escala. La voz continuó luego de unos segundos:

« El siguiente desafío se extenderá durante todo el próximo año y la oferta será mayor a cualquier otra que puedan haber recibido antes. Si ganan, viven. Si pierden o lo rechazan, mueren. Lamentablemente, esta es la suerte que corrieron todos los jugadores que no lograron llegar a la final. Corre video…».


Las siguientes imágenes venían acompañadas de una melodía escalofriante en piano que apenas se escuchaba por encima de los gritos de horror de los jugadores alrededor de la mesa, cubriéndose con las manos al presenciar una a una las muertes grabadas desde la cámara frontal de los celulares de los cientos de jóvenes en tiempo real. Expresiones de confusión, probablemente al leer un mensaje en sus pantallas, seguidas de lo que parecía un choque eléctrico. 

De repente, entre ellos, los ojos de Lorena. Negros, asustados. Apagados. 

lunes, 20 de febrero de 2017

Guerra de corazones

Capítulo VI

«Cuando compre un espejo para el baño/ voy a verme la cara/ voy a verme
Pues qué otra manera hay decidme/ qué otra manera de saber quién soy (…)
Pensaré no me gusta o pensaré/ que esa cara fue la única posible
Y me diré ésa soy yo ésa es idea/ y le sonreiré dándome ánimos » –I. Vilariño.

Imaginemos que tenemos un presentimiento. Bueno, malo. No importa. Uno de esos que aparecen sin previo aviso, cuando despertamos o estamos por cruzar una calle. Cuando visitamos la casa de un amigo por primera vez, esperamos en la fila del aeropuerto o cruzamos miradas con un extraño en el transporte público. Parece que en nuestra mente se gestara un mensaje de suma importancia pero se desintegrara justo antes de que fuéramos capaces de leerlo, así que dudamos. Fruncimos el ceño, le damos vuelta al pensamiento como raspando el chocolate del fondo de la taza. Luego, damos el paso que hace falta.

Desperté a causa de la notificación de mi celular, lo que me sorprendió porque estaba segura de tener el aparato en modo silencioso. La alerta provenía del ícono de la aplicación de Guerra de corazones porque el creador del juego estaba organizando un evento en su casa y pretendía invitar a los mejores jugadores a una ronda especial para celebrar el aniversario desde su creación hacía exactamente un año. Ya estaba por negarme cuando apareció la oferta.

    ¡No tiene sentido! ¡Tiene que ser una broma!

Había reunido el coraje para ir a buscar a Lorena a su casa y nos encontrábamos tomando el acostumbrado brebaje caliente y su tarta de manzana. Ella se había quitado el delantal esta vez y jugueteaba con sus manos en el regazo, nerviosa.

    Quizás en los términos y condiciones había alguna cláusula que los permitiera a los creadores tener acceso a tu información personal— Sugirió ella y su mano buscó a tientas su celular— A mí no me mandaron nada.

Por supuesto que ellos no la habían invitado, pensé. Solo lo hubieran hecho si fuera una reunión de los peores jugadores. Me reservé el comentario, no lo hubiera hecho en otro momento pero ya no éramos las mismas.

    Esa información era demasiado personal, no hay ningún registro físico o virtual que los pueda hacer llegar a ello. La única posibilidad es que hayan ahondado en mis recuerdos.

La posibilidad me aterraba. Si podían tener acceso a las pulsaciones, para medir el nivel de atracción de una persona hacia otra, ¿podría ser que tuvieran mecanismos secretos para hacerse con mis pensamientos? Lorena volvió a preguntarme qué me habían mandado y yo me debatí entre mostrarle el mensaje con la foto pero decidí no hacerlo, jamás le había mencionado a nadie el secreto del accidente. Siquiera a ella, en su debido momento. No había forma posible de que el creador del juego supiera y me ofreciera, a cambio de participar en su fiesta, las respuestas que siempre había buscado.

    Si vas y te encuentras al creador, podrías preguntarle como obtuvo esa información.

    Es lo que planeo hacer pero…

Recordé las palabras de la joven que me había llamado por teléfono para publicitar la aplicación respecto a algunos desafíos que ofrecían mejores recompensas pero pedían mayor continuidad a cambio. Este, en particular, tenía la más grande recompensa que podrían ofrecerme pero, a su vez, exigía –en caso de aceptarlo- ser constante hasta el final. ¿Cuáles serían las consecuencias para los que abandonaran el juego una vez empezado?

    Es sospechoso, ¿no te parece?— Tomé otro sorbo del chocolate y me acomodé en el respaldo, había estado encorvada más de lo que recordaba y me dolía la espalda— Se tomaron el trabajo de investigar a fondo a los mejores jugadores, individualmente, para ofrecer un premio que no podrían rechazar.

    El desafío consiste en ir a su casa— Analizó Lorena, encogiéndose de hombros— Una vez allí, ya ganaste. Si lo que pasa allí te resulta sospechoso, basta con regresar sin aceptar más desafíos y borrar la aplicación una vez en casa.

Tenía razón. Sonreí sinceramente, por primera vez en mucho tiempo, y le agradecí. Logramos entablar una conversación más relajada, le hablé del trabajo y de mis sueños. No de los verdaderos, sino los posibles. Ella me contó que su madre había muerto a causa de una enfermedad y que su padre no se encontraba bien desde entonces, el pobre vivía en un asilo a pocas cuadras y ella lo iba a visitar día por medio. Me contó que había empezado la facultad de ciencias pero había abandonado al poco tiempo y ahora acababa de terminar los estudios de enfermería y pretendía trabajar con ancianos y niños.  

Esa noche, mirando al techo como si en él encontrara la aprobación que necesitaba, acepté el desafío y me volteé dispuesta a dejar el celular en la mesita de luz y apagar la luz de la lámpara pero, justo entonces, volví a encontrarme con la yo del pasado que me observaba desde el espejo de mi tocador. 

¿Qué sucede? Le pregunté, incorporándome en la cama con la frente perlada en sudor. Ella no podía contestarme, estaba amordazada con las manos atadas en la espalda.


FIN DE LA PRIMERA PARTE

sábado, 18 de febrero de 2017

Guerra de corazones

Capítulo V

« …a life without meaning, without drive or focus, without dreams or goals, isn't a life worth living» –Chris Colfer.

Imaginemos que tenemos un sueño. Todos hemos tenido uno alguna vez. Yo diría que se puede tener de distintos tipos; cuando era niña, por ejemplo, tuve uno que involucraba mi guitarra. Convertirme en una cantante de la que sentirme orgullosa. Pero, a su vez, un día soñé que el fuego me arrancaba la guitarra de las manos y la convertía en cenizas. A veces no entiendo hasta qué punto los sueños son mentira, si a veces encerramos en ellos la realidad u otras los tomamos como génesis a partir del cual moldearla. Yo diría, más bien, que los sueños son realidades en susurros y, nuestras acciones, amplificadores.

Regresé a la plaza con la secreta esperanza de que Lorena estuviera allí y, a su vez, de que no estuviera. Había cantado junto a la fuente, hacía varios años, para recaudar fondos para un viaje del colegio o algo así, no lo recordaba. Estaba absorta en mis pensamientos cuando una mano se posó en mi hombro.

    Celia, la misteriosa— Se burló Matías y tomó asiento a mi lado en el banquito— Suena a título de película. ¿Qué es de tu vida?

    Estudio diseño, trabajo en una tienda y planeo heredarla en unos años cuando la dueña muera porque no creo que tenga a nadie, amigo o familiar, que la aguante tanto como yo.

    Si muere antes de tiempo, creo haber encontrado a mi principal sospechosa.

El tipo no había cambiado mucho. Alto, musculoso. Sus chistes siempre le hacían más gracia que a mí. Solía competir con él por las calificaciones, cuando todavía me importaban esas cosas, pero en el fondo siempre nos habíamos caído bien. Eran pocos los que entendían la importancia del espacio y del silencio, Matías era uno de ellos. Me contó sobre su estudio de grabación, allí mismo en el barrio, entre tal y cual local. Después, nos quedamos mirando la fuente. Una pareja de ancianos pasaba de la mano, un niño jugaba a la pelota con su papá, una chica que paseaba al perro se detenía a beber de su botella antes de retomar el trote.

    Podrías pasarte por ahí un día de estos.

    Ya no canto.

Hizo una mueca, como si le hubiera dado un puñetazo en el estómago. Se desprendió un botón de la camisa, de repente parecía incómodo. Como si se hubiera dado cuenta, de un momento a otro, que todo este tiempo había estado manteniendo una conversación con una desconocida.

    Creo que deberías pasarte por ahí, Celia.

Se fue y saqué el celular. Esta vez ofrecí una suma apenas más generosa y uno de los jugadores legendarios aceptó el desafío, la pantera. Si me preguntaran como lo hice, no sabría qué contestar. Nos dieron un mes pero a partir de la primera semana ya podía ver mi progreso, el indicador del usuario con el que competía se empezaba a colorear de un rosado apenas perceptible a medida que hablábamos. Me gustaba abrirme en el juego como solía hacerlo con mis canciones, decirle a otro lo que pensaba del mundo, del techo, de las balanzas y los sueños. De la tristeza, de la música y de los programas de televisión. Yo no tenía nada que perder, porque no podía enamorarme, y disfrutaba de poder compartir con extraños cosas que, hasta el momento, solo le había mencionado a la yo de otras épocas. La niña que, desde la visita a Lorena, no había vuelto a aparecer.

El indicador de la pantera pasó del rosa al rojo, del rojo al negro. La pantalla mostraba que el dinero había sido transferido a mi cuenta y mis ojos se iluminaron con los carteles de felicitaciones por parte de los demás usuarios que no podían creer la hazaña. Humedecí mis labios, acepté mi premio con el pulgar y no tardé en enviar la siguiente oferta. Así, uno a uno, los jugadores fueron retándome y me hice un lugar en la lista de los campeones. Todavía no terminaba de entender si lo hacía por ego, por dinero o por el simple hecho de que necesitaba un consuelo mientras la niña no estuviera a mi lado, cualquier otra persona que me prestara su tiempo, su amor. 

¿Qué es el tiempo? ¿Qué es el amor? ¿Hasta qué punto podemos controlarlos, medirlos, comprarlos?



domingo, 12 de febrero de 2017

Guerra de corazones

Capítulo IV

«Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar » –Felisberto Hernández.

Imaginemos la tristeza. Todos le hemos abierto la puerta alguna vez, a favor o en contra de nuestra voluntad. La dejamos quedarse, acunarnos antes de ir a dormir y besar nuestras mejillas perladas en lágrimas. A veces escapamos de ella, otras la necesitamos. Yo tenía diecisiete años cuando la tristeza tocó mi puerta, llegó como uno de esos trenes en la casa de la abuela; uno los escuchaba aproximarse y dejaba todo lo que se estuviera haciendo para agruparse en familia, con las manos contra el enrejado del jardín, y verlo pasar justo por enfrente. Era un espectáculo. Una caja musical teñida de los colores del atardecer. Pero, a su vez, era como el canto de las ranas y las gotas de lluvia sobre la canaleta. Algo parecido a extrañar lo que nunca se tuvo o negarnos a extrañar lo que ya no se tiene.

    Estaba ocupada, Lorena — Respondí cortante, evadiendo sus ojos preocupados. Me adelanté antes de que tomara la palabra— Sí, tengo algo así como una enfermedad pero no, no voy a morir.

Hacía dos semanas que no aparecía en el colegio, las clases ya estaban por terminar pero mis padres se habían encargado de hablar con el director y explicar la situación para que se me permitiera cursar unos pocos exámenes y graduarme antes de tiempo. Me sentía como una marioneta a la que tironeaban las cuerdas para que siguiera en movimiento, sin mucha consciencia de las cosas que ocurrían a mí alrededor. Lorena había ido a visitarme al hospital cada día y, no importaba cuantas veces me rehusara a dejarla pasar a mi habitación, el conejito fiel volvía y se pasaba las horas haciendo origami en la sala de espera porque había escuchado que a mi me gustaban. O alguna vez me habían gustado. Cuando despertaba de la siesta, mamá me traía un par de figuras deformes de papel y yo las arrojaba a la basura. No sé qué pensaría Lorena que yo haría con ellas.

    ¿Qué fue lo que paso? El director nos pidió que no hiciéramos preguntas pero todos en clase desearíamos poder hacer algo, nos llena de impotencia no saber lo que…

    La única a la que realmente le importa es a ti— Interrumpí y me debatí entre confiarle el diagnóstico o guardármelo, tal y como había prometido hacer con el secreto del accidente— Soy incapaz de amar.

Necesitó unos minutos para procesar la información, creyó que estaba siendo sarcástica. Solía serlo pero ella nunca dudaba de mis palabras, las tomaba literalmente, se escandalizaba y yo soltaba la risa.

    ¿Ni a tus padres?

    Ni a mis padres, no puedo amar a nadie.

    ¿Y eso por qué?

    No lo sé— Mentí— Los doctores no pueden hacer nada, me dieron el alta y me mandaron pasarme por el hospital una vez por mes para probar tratamientos nuevos.

Me abrazó, hice todo lo posible por no empujarla y apartarme. Ella sola se alejó, torpemente, y se frotó los ojos empañados. Las mejillas regordetas se le enrojecieron. No pude evitar sonreír, Lorena lucía hermosa cada vez que lloraba. Una hermosura difícil de explicar, como si de repente la enormidad del concepto de compasión se sintiera asfixiado al ser plasmado tan solo con unas pocas letras en nuestro idioma y decidiera tomar la forma de una persona para ser expresado en toda su extensión. Entonces, con un abrazo de aquellos, no dejaba espacio para dudas o malinterpretaciones. Era la idea de compasión, hecha persona.

Cuando llegué a casa, inicié los trámites para mudarme. No podía seguir allí, en dónde las escenas de la cotidianidad me recordarían diariamente las nuevas ausencias. Cargué la leña de mi padre y apilé los troncos en el patio de atrás. Preparé el combustible, recorrí la distancia que separaba la puerta del fondo con la guitarra en mis brazos y me acordé de unas clases de teología que había recibido en la escuela. La gente hacía sacrificios por fe, yo lo hacía porque la había perdido. 

Deslicé la mano por los laterales del instrumento, las yemas de mis dedos trazaron líneas invisibles en sus curvas, mis uñas se incrustaron en su piel de madera oscura. Antes de acobardarme, hice lo que tenía que hacer y regresé a mi cuarto. No tenía que voltearme para sentir las llamas envolviéndola, escupiendo chispas violáceas al cielo estrellado. Sentía el calor abrasador en mi espalda y un frío que nació en respuesta, recorriendo mi pecho y plantándose en mi alma hasta el día de hoy.


Esa fue la primera noche que hablé con la yo de otra época, la primera vez que escuché su canción. 

viernes, 10 de febrero de 2017

Guerra de corazones

Capítulo III

«Todo consistía más en cómo lucían las cosas que en cómo eran. Sea como fuere, lo más importante era convertirse en algo que tuviera apariencia de algo» –Janne Teller.

Imaginemos a un televidente. Todos lo hemos sido alguna vez. Hoy en el informativo pasaron la desaparición de una adolescente en un baile, un tiroteo en una panadería, la violación de una joven en manos de su padrastro. Ya lo naturalizamos. No nos cubrimos la boca, horrorizados, ni lloramos hasta que acabe la noticia.  Forma parte de una realidad similar a la de las caricaturas porque, de hecho, esta caricaturizado. De los videojuegos, porque parece que nuestras decisiones no importaran. Al fin y al cabo, bastaría con reiniciar el juego o apagar el aparato para separarnos de esa realidad. Lejos de la nuestra. Nos alejamos de todo, vamos a un lugar seguro.

No había creado un personaje pero había recorrido la plataforma en modo incógnito por horas y había sacado algunas conclusiones. En su mayoría, los jugadores tenían promedios similares y terminaban los plazos con empates sin que ninguno enamorara al otro salvo ciertas excepciones de aquellos que parecían invencibles. La pantera, el grito del silencio, la trampa, el guardián del secreto. El promedio de Lorena era lamentable. Ocho partidas jugadas. Ocho perdidas.

¿Qué perdía al intentarlo?

Coloque una suma de dinero poco tentadora en la balanza, rellené el formulario de la forma de pago y la información personal necesaria. Iba a leer las bases y condiciones pero se extendían unas 2.500 páginas, como si rellenaran cientos de ellas para que las personas no perdieran su tiempo y pasaran por alto las que realmente importaban. Tuve que tomar una foto de cuerpo entero en la que el programa se basaría para crear el personaje pero, una vez que pude cambiar algunos detalles como el pelo y los ojos, hice que luciera tan diferente a mí como fuera posible, cosa de que nadie pudiera asociarme a él si me vieran en la calle. Conforme con el resultado final, esperé que me asignaran un jugador que aceptara la mínima suma que había propuesto.

Malcom. Una batalla ganada, cinco empatadas. Indicador blanco.

Me recosté en el sillón deslizando la pantalla hacia abajo para seguir leyendo las cosas que me escribía, identifiqué la estrategia de inmediato: lograr que su trágica historia de vida removiera mis entrañas. Algo sobre su divorcio, situación económica, problemas con sus padres. No estaba funcionando. De hecho, siquiera creía en las cosas que me contaba, bien podía haber sido la táctica usada con sus anteriores rivales. Me asqueaba que una persona pudiera inventar problemas para ganar un par de billetes, que pudiera jugar con los sentimientos de otros y sacarles provecho. ¿En qué me había metido?

¿Por qué haces esto? ¿Realmente necesitas el dinero?

Pasó la semana que se nos había asignado y jamás contesté ninguno de sus mensajes. Al principio se presentó como un mártir para luego martirizarme. Pronto se volvió insistente y sus últimos mensajes estaban plagados de insultos y maldiciones porque parecía que jugara él solo, estaba haciéndole perder el tiempo. Tiempo. ¿No lo estábamos perdiendo todos? ¿Cómo se hace para no perderlo? Por supuesto, acabó en empate con ambos indicadores en blanco.


El amor se parece mucho a trabajo en equipo, pensé, pero de cierta forma es también una competencia.  

domingo, 5 de febrero de 2017

Guerra de corazones

Capítulo II

«Dices que tienes corazón, y sólo/ lo dices porque sientes sus latidos;

Eso no es corazón..., es una máquina/ que al compás que se mueve hace ruido». –Bécquer. 

Imaginemos que nos encontramos con un instrumento por primera vez. Todos hemos pasado por eso. Estiramos la mano tímidamente, mirando para los costados para asegurarnos de que no hay nadie que pueda juzgar nuestra ignorancia. Apretamos una tecla al azar o una cuerda. Observamos, mordisqueando nuestro labio inferior, preguntándonos como hará la gente que sabe. Como en la vida. ¿Cómo harán ellos? ¿Será esfuerzo, será talento? ¿Será suerte?

Y a veces termina allí el experimento, nos alejamos porque otras cosas llaman nuestra atención, o el encuentro cambia nuestra vida para siempre y las caricias se multiplican hasta tornarse en melodías y las melodías en sentimientos cada vez mejor representados. Como en la vida, a veces las inseguridades nos alejan y culpamos al tiempo. Otras nos aferramos a nuestros instrumentos y ellos se encargan de exteriorizar nuestra forma de ver el mundo, ofrecer nuestro corazón a otros para que lo palpen, inhalen su aroma con los ojos cerrados, y luego nos lo devuelvan.

    ¿Celia?

La puerta se abrió y Lorena emergió, tal como la recordaba. Como una conejita regordeta de mejillas sonrosadas y labios carnosos. Ojos negros, asustadizos.

    Que sorpresa. Pasa.

Se apresuró a limpiar sus manos en el delantal y se arregló el moño mientras se movía nerviosa de un lado a otro de la piecita. La seguí, cerrando la puerta a mis espaldas. No la veía desde la secundaria, desde el accidente. Estaba haciendo una tarta de manzana; me ofreció chocolate caliente, arrojó leña al fuego, prendió un incienso. Solía bromear al respecto, le decía que sus inciensos eran como cigarros pero aprobados por la inspección de su madre. Quizás había sido demasiado dura con ella, ahora me lo cuestionaba. Hasta cierto punto, cruel.

    El otro día me llamaron los de la publicidad de esta aplicación nueva— Le dije y tomé asiento porque me cansé de seguirla de un lado a otro— Guerra de corazones. Le di un vistazo y me apareciste como usuario registrado.

Lorena frunció el ceño. Se había estado preguntando a qué se debía mi visita, seguramente, y pronto yo desperté de mis ensoñaciones y empecé a cuestionármelo también. Allí estábamos, dos desconocidas que alguna vez habían sido amigas, mirándonos a los ojos como si en ellos se encontrara un texto importante escrito en otro idioma.

    Es solo un juego, una tontería— Se sentó a mi lado y me mostró la pantalla de su celular— De acuerdo a la información de tu perfil, te asignan otro jugador y un tiempo determinado.

    ¿Para enamorar a la otra persona?

    Si, la aplicación cuenta con un sensor de pulsaciones y a un costado de la pantalla aparece este nivelador de emociones que se aclara cuando la otra persona te resulta indiferente y se oscurece a medida que empiezas a enamorarte.

Hice una mueca, aquello sonaba a página de citas. Estaba perdiendo mi tiempo. Lamenté haber llegado hasta allí y me pregunté hasta qué punto era curiosidad respecto a la aplicación o necesidad de dejar atrás un capítulo en mi vida. Enfrentarme a la realidad, ser capaz de hablar con Lorena normalmente. ¿Podríamos volver a lo que solíamos ser, algún día?

    Lo siento— Y de verdad lo sentía— Casi olvido que hoy tengo un compromiso muy importante, algo del trabajo. Tengo que irme.

    Pero…

El golpe de la puerta silencio su voz. Mis pasos desesperados me llevaron a una plaza desolada, a pocas cuadras, y mis manos temblorosas revolvieron entre los papeles de mis bolsillos para sacar mi celular. Cámara frontal. Necesitaba encontrar a la niña en el reflejo y por un segundo nuestras miradas se encontraron, ella parecía decepcionada. De inmediato se esfumó y solo me vi a mí misma, adulta y derrotada.



viernes, 3 de febrero de 2017

Guerra de corazones

Capítulo I

«Si queremos que nuestra especie sobreviva, si nos proponemos encontrar un sentido a la vida, si queremos salvar el mundo y cada ser sintiente que en él habita, el amor es la única y la última respuesta» -Albert Einstein.

Imaginemos una balanza. Todos hemos hecho esto al menos una vez a lo largo de nuestra vida; de un lado ponemos nuestros miedos, del otro lo que nos proponemos alcanzar. Si los miedos pueden más, nos sometemos a ellos y dedicamos el resto de nuestra existencia a lamentarnos. Observamos como nuestro cebo se derrite, como la llama se extingue. Encontramos placer en las pequeñas excusas que todo lo explican pero que nunca explican lo suficiente y en las que no ahondamos muy profundo. 

A veces, en las noches sin sueño, evitamos la mirada del techo exigente y nos enchufamos distracciones. Nos enchufamos a una pantalla de sueños más fáciles. Que no son nuestros, quizás lo sean de alguien más o de todos los que son como nosotros. Y luego le aseguramos al techo que todo está bien, que nos estamos moviendo, que estamos respirando. Que quizás no te tiemblen las manos cuando veas levantarse el telón y escuches los aplausos del otro lado, a la espera de tus gestos, de tu voz. No se te hará un nudo en la garganta ni escucharas el eco de tus latidos en todo el cuerpo como si todas las células vibraran al unísono. Pero vas a poder comer todos los días, o al menos eso dicen. 

Y eso está bien.

    ¿Y qué clase de sorpresas son esas? — Pregunté a la chica del otro lado del teléfono,  ya que había heredado la desconfianza de mi madre en todos estos asuntos en el que premian a uno por hacer algo sencillo.

    Eso depende de lo que uno ponga en la balanza pero, con la nueva aplicación Guerra de Corazones, puede hacer dinero fácil desde su casa con tan solo registrarse y seguir los pasos para crear un personaje.

La desconfianza creció cuando insistí respecto a la posibilidad de abandonar el juego en cualquier momento, la chica seguía evadiendo el tema hasta que finalmente confesó:

    Eso también depende de lo que uno ponga en la balanza, ciertos desafíos implican más continuidad que otros pero siempre se le avisara de antemano si puede o no puede dejar de jugar.

    ¿Y si me dicen que no puedo pero quiero dejarlo igual?


Otra habilidosa escapada. Me agradeció por mi tiempo, nos despedimos. Pensé en las balanzas, en la vida, en mi techo. Eran las diez así que sostuve el espejo de mano y le sonreí a la niña que me sonreía del otro lado, era una vieja costumbre esta de hablarle a la yo de otra época. A veces me censuraba, otras me daba ánimo. 

Algunas veces me hacía sentir mejor y otras me hacía cuestionar el sentido de todo, pero en ningún caso podía abandonarla. 

Le conté sobre la aplicación, ella me habló de mis sueños. Me gustaba dormir escuchando su voz, recordándome aquella vez en la que pasé dos meses enteros en la casa de la abuela buscando un trébol de cuatro hojas entre sus rosales o cuando diseñé una pirámide de cien grullas de origami para poder pedir un deseo. Entonces, cuando la dosis de esperanzas podridas comenzaba a afectarme y mis puños se cerraban para atrapar la tristeza, ella me cantaba aquella canción. 

Y todo estaba bien.