jueves, 8 de marzo de 2018

G.D.C

Capítulo II


«I'm standing here alone, trying to make this life my own and nothing will keep this heart from beating. I'm still breathing. Promise me some dignity, if I were to stand and die here. 'Cause my heart is somewhere else, It's a pain I've never felt» -Mayday Parade.

Reinó el silencio una vez que la sucesión de imágenes se detuvo, sustituida por el fondo negro de la pantalla en el que nos veíamos reflejados. Podía escuchar nuestras respiraciones, acompasadas, nuestros pechos subiendo y bajando a gran velocidad.

— Esto no puede ser posible, alguien tiene que regresar a casa y hacer la denuncia—. Protestó la chica que había dado inicio al vídeo.

— Perfecto, parece que la señorita se ofrece como voluntaria para sacrificarse por el grupo— Respondió con sorna el chico sentado al lado de Matías, que de inmediato me cayó mal.

Ella no pudo aguantarlo y soltó el llanto, cubriendo su cara con ambas manos y apartando al que se acercara a consolarla sin siquiera ladearse para echarle un vistazo. Matías todavía tenía los ojos clavados en la pantalla, probablemente haciendo como yo, repitiendo aquellas palabras en su mente y analizando el logo: una rosa de papel en llamas. Al rato, el hombre que había subido las escaleras, volvió con un sobre en las manos.

— Las escaleras llevan a las habitaciones. Cada puerta tiene escrito los nombres de las personas que deben alojarse allí. A su vez, las camas también tienen carteles con nombres y sobres que, supongo, tienen lo que el creador prometió.

— ¿Quién eres? — Le pregunté.

— No es de tu incumbencia, ya mismo me largo. Buena suerte.

A través de los ventanales, vimos morir al primero de nosotros. Fue apenas un instante. Recorrió a pie el sendero decorado con arbustos y, justo antes de alcanzar el vehículo, se desplomó sobre el pasto. Estaba a punto de emitir un comentario respecto al engaño del creador, que había prometido llevar a casa al que quisiera, pero luego comprendí a lo que se refería: el conductor salió del vehículo, tapo el cuerpo y lo introdujo al maletero antes de marcharse con él. Se llevó el cadáver a casa.

— A no ser que alguien más quiera que sus huesos putrefactos lleguen a casa, ¿les parece si cada cual se presenta? —Sugerí, preguntándome si alguno de aquellos retrasados serviría de algo para salir de allí con vida— Al menos con sus nombres de usuario y no los reales. Va a ser más fácil enfrentarse a este psicópata si trabajamos juntos.

Matías asintió y se puso de pie, fue el primero en hacerme caso y se lo agradecí con una sonrisa cansada.

— Me llamo Matías, mi usuario es El Bata. Solía tocar la batería en una banda y así es como me decían mis amigos.

Aquello fue como una puñalada en el corazón. Recordaba perfectamente aquel apodo, se lo había inventado el guitarrista durante su primer toque en público. La banda que habíamos creado con nuestros compañeros de clase se llamaba Peluche, en honor al apodo del bajista quien nos prestaba su garaje para ensayar. Reprimí un suspiro de tristeza y me volteé hacia la chica que había dejado de llorar.

— Emma.

— Sonia.

— Leandro.

Cada uno empezó a decir sus nombres. Algunos los verdaderos, otros los de usuario. Mi atención se centró, especialmente, en los legendarios. La trampa era una chica morocha de melena y ropa camuflada que tenía tatuados los brazos. El guardián del secreto era probablemente el mayor de todos los presentes, calvo, sigiloso y calculador.

— No voy a presentarme hasta que lo hagas tú—, gruñó el chico que me caía mal.

— Mi nombre de usuario es La niña del espejo.

Escuché murmullos y exclamaciones entre los presentes. No había querido presentarme antes para no provocar esas reacciones que, en lugar de elogiarme, me aterrorizaban. Era una de las legendarias. Yo sola había acabado con más participantes que muchos de los presentes al sumar los suyos.

— Grito del silencio—, gruñó de nuevo el extraño, satisfecho ahora que sabía mi nombre de usuario—, lo que nos permite suponer que el imbécil que murió primero fue La Pantera. Voy a tachar su nombre de la puerta que le corresponde.

Y, con esto, cada uno fue a buscar sus habitaciones en sus respectivos lados de la torre, así como los premios que el creador había dejado por haberse presentado a la final. La mía quedaba en el ala derecha, justo debajo de la del Grito, a quien escuché silbar mientras tachaba con marcador rojo el nombre de La Pantera cuando subí la escalera. Sacudí la cabeza, era un maldito insensible.

— Parece que somos compañeras—. Sonia me tendió la mano en cuanto entré, su cama quedaba exactamente al lado de la mía.

Era probablemente la más joven. Tenía unos quince años, el pelo castaño recogido en una cola de caballo y una remera de dibujos animados. Entendió, con tan solo seguir el recorrido de mis ojos, que de seguro necesitaba un tiempo a solas para inspeccionar el sobre que el creador me había dejado. Al soltar mi mano, entonces, me guiñó el ojo y se marchó. Se lo agradecí con una sonrisa y caí rendida sobre la cama que me tocaba.

Las paredes de todas las habitaciones estaban pintadas con los mismos matices de marrón que el comedor pero el techo era blanco con el logo del juego en medio. Las cortinas eran violeta como las mantas de las camas, dispuestas una junto a la otra. Cuatro en cada habitación porque, a pesar de que habían tres pisos por torre, uno de ellos se hallaba cerrado con candado.

Tomé el sobre entre mis manos y humedecí mis labios antes de abrirlo. Estaban secos, agrietados, como los pétalos de una flor que agonizaba. Dentro del premio prometido había tres elementos. Un anillo con una piedra de corazón transparente, una foto y un cofre diminuto que podía apresar fácilmente en la palma de mi mano. 

La foto me heló la sangre, no veía ese rostro en persona desde hacía años: era el de mi hermana.